Marginados, indeseables, pecadores y gente tan pobre que ya no tenían nada que compartir, eran recibidos en la mesa de Jesús, mientras para los fariseos el solo hecho de pensar en sentarse con ellos, les producía repudio, miraban una y otra vez las manos de quienes llamaban “impuros”.

Es aquella mesa,  en la que estaba el maestro, con esa mirada que puede desnudarte el alma, sabiendo lo más terrible de ti y aun así amándote sin importar nada, es algo que aunque trate mil veces, me cuesta mucho entenderlo, estar en el mismo lugar del hombre que lo vendió, de su amigo que lo iba a negar y de todos aquellos que aunque prometan no abandonarlo, aunque deseen tomar de la misma copa y comer del mismo pan partido,  su temor podrá mucho más, al menos en las próximas horas.