
Nada nos da mayor placer que volver a tocar una obra de Kiyoshi Kurosawa, amigo de la casa.
Hay algo en el aire en las películas de Kiyoshi Kurosawa: tras más de cinco décadas de una carrera definida a partes iguales por la prolificidad y la idiosincrasia, el cineasta japonés ha cultivado un dominio de la atmósfera tan palpable que podría ser un género propio.
Podríamos llamarlo el cine del contagio, en el que ecosistemas urbanos cuidadosamente equilibrados se ven trastocados por alguna fuerza física o psíquica invasora. No todas las películas de Kurosawa entran en esta categoría, pero las que sí lo hacen tienen una cualidad especial de entropía que se siente fiel a nuestro momento de ansiedad y perpetuo doomscrolling.