
Llegó solo, fugitivo, sin más herencia que un linaje perseguido y una memoria de grandeza.
Abderramán ibn Mu‘awiya cruzó el desierto huyendo de las matanzas abasíes, dejando atrás a su familia, su patria y su pasado.
Cuando alcanzó la península ibérica, encontró un territorio fragmentado, un pueblo diverso y un poder vacilante.
Y desde aquel exilio, levantó un Estado.
Este episodio narra la epopeya del último omeya, el forastero que fundó el Emirato de Córdoba.
Desde su llegada a Al-Ándalus hasta su proclamación como emir en el año 756, Abderramán I supo convertir la adversidad en autoridad.
Con inteligencia política, firmeza militar y una visión clara del poder, unificó las provincias rebeldes, reorganizó el ejército, y transformó Córdoba en capital de un nuevo orden.
Bajo su mandato y el de sus sucesores, Al-Ándalus se consolidó como una tierra próspera, puente entre Oriente y Occidente.
En sus ciudades florecieron la agricultura, la artesanía, el comercio y las artes.
Pero también hubo rebeliones, intrigas y tensiones internas: la herencia visigoda convivía con la nueva sociedad musulmana, y el equilibrio entre árabes, bereberes y muladíes no siempre fue sencillo.
Abderramán I no fue un califa, pero actuó como uno.
Su mayor victoria fue la creación de un Estado estable, independiente de Damasco y orgulloso de su identidad propia.
De aquel desterrado nació una dinastía, y con ella, la semilla del esplendor futuro del Califato de Córdoba.
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