
Quienes se levantaron en armas en marzo de 1982 pensaban que la guerra interna se estaba perdiendo. Tal vez esta era una percepción demasiado pesimista que no tomaba en cuenta los logros de la contraofensiva lanzada a finales del año pasado, pero en todo caso era un sentimiento ampliamente extendido que preocupaba a los oficiales que luchaban en el terreno día a día contra los insurgentes. La guerra se estaba perdiendo, muchos pensaban, no tanto porque el enemigo fuese poderoso en sí mismo sino porque estaba conquistando a la población campesina. Las represalias del ejército, casi siempre indiscriminadas y a veces de una brutalidad extrema, estaban enajenando a los habitantes del campo, que se sentían indefensos ante los ataques de ambos bandos.