Algo está pasando con parte de la juventud:
la ultraderecha ya no se percibe como “lo viejo”,
sino como lo disruptivo,
lo antisistema,
lo que promete orden en medio del ruido.
Y mientras tanto, modelos como el chino —eficientes, verticales, sin espacio para la incertidumbre— empiezan a parecer tentadores para quienes han crecido entre crisis, inestabilidad, precariedad y saturación de información.
En un mundo donde todo se cuestiona,
donde la realidad se mueve más rápido que la mente,
donde la democracia parece lenta
y la frustración crece…
es comprensible que algunos jóvenes busquen certeza,
aunque sea a costa de libertad.
Pero este fenómeno nos obliga a mirar más profundo:
• ¿Qué está fallando en nuestros sistemas democráticos?
• ¿Qué vacíos emocionales y sociales llenan los mensajes autoritarios?
• ¿Qué necesidades reales —orden, pertenencia, identidad— están siendo ignoradas?
No se trata de juzgar a los jóvenes.
Se trata de escucharlos.
De entender el territorio emocional que los lleva a mirar hacia discursos extremos o modelos hipercontrolados.
Porque antes de que un joven admire a un líder autoritario,
hay algo que no encontró en casa,
en su escuela,
en su sociedad,
o en su futuro.
Y ahí es donde debemos empezar a conversar.