
Muy cerca de Jerusalén, en una aldea llamada Betania, se vivía el dolor de una gran pérdida, era Lázaro, el hermano de Marta y María que había muerto. Cuatro días llevaba en el sepulcro, todo parecía haber terminado, Marta había mandado emisarios para avisarle al Maestro. Pero Jesús no había venido inmediatamente. Y la espera había extinguido la esperanza. La intensidad del duelo llenaba el ambiente como una densa niebla. Era el tiempo de los abrazos bañados de lágrimas, de las conversaciones con largos silencios, de las preguntas sin respuesta. Jesús, el Maestro amado, aquel a quien María había ungido sus pies con el perfume de aquel costoso alabastro; aquel a quien ella había rendido su alma, el amigo de la familia, el que había enseñado a Marta la lección de escoger lo más preciado, de dejar el afán de un lado y dedicarse a lo verdaderamente importante, aún no había llegado…