Cambiar no siempre incomoda por lo que haces, sino por lo que despiertas.

Cuando decides evolucionar —dejar un hábito, alejarte de una dinámica, elegir diferente—, sin querer te conviertes en un espejo para los demás. Un espejo que no juzga, pero sí confronta.

Y eso duele. No solo por las críticas o las distancias que puedan surgir, sino porque tu transformación refleja en otros la posibilidad de cambiar… y el miedo a hacerlo.

Ahí descubres que el verdadero costo de evolucionar no es lo que dejas atrás, sino la incomodidad que generas en quienes aún no están listos para hacerlo.

Pero crecer es serte fiel, aunque duela. Aunque implique perder la aprobación de quienes esperaban que fueras siempre el mismo.

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