
Verdad de Dios que lo mío son los tornos. Me gusta oír sus berridos, sus chillidos, cuando está puliéndose el metal, son las voces nacidas aquel 19 de septiembre, cuando se derrumbó su edificio, estallando en mi cabeza sus alaridos que salían de la polvadera. Los reconocí por nombre y cara. Supe que se estaban muriendo, aplastados por aquel escombro infame de lo que apenas fue su casa. Se trago sus cuerpos la tierra. Sus esencias volaron sin rumbo hasta que hallaron refugio en mis tornos. Ahora son mi compañía en el taller, junto con mis dos hijas y nietecitas, que también quedaron ahí sepultadas.