
Desde el psicoanálisis, el amor propio puede entenderse como el resultado de un largo proceso en el que el sujeto aprende a relacionarse consigo mismo a partir de la manera en que fue amado en su historia temprana.
Freud hablaba del narcisismo, es decir, la forma en que la libido (energía del deseo) se dirige hacia el propio yo. Si en la infancia hubo un ambiente suficientemente sostenedor, la persona puede integrar una imagen de sí más estable y positiva. Si no, la falta de amor recibido puede transformarse en una dificultad para valorarse, repitiendo la búsqueda de aprobación en los vínculos posteriores.
El amor propio, desde esta mirada, no es algo fijo ni dado, sino un trabajo psíquico constante: reconocer la voz del superyó (esas exigencias internas que a veces castigan con dureza), elaborar heridas narcisistas y construir una relación consigo mismo más compasiva. Amar(se) implica reconciliarse con la propia falta, aceptar que no somos perfectos y aun así sentir que nuestra existencia tiene un valor único.