
Para la fe católica, la muerte no es simplemente el final biológico, sino la separación del alma inmortal del cuerpo terreno. Marca el final de nuestro peregrinar en la tierra, pero no de nuestra existencia: el alma continúa hacia el juicio y, si estamos en gracia, hacia la resurrección y la vida eterna.
Desde el punto de vista médico y práctico, reconocer el momento de la muerte no siempre es sencillo. Antiguamente se definía por la parada cardiorrespiratoria: si el corazón dejaba de latir y los pulmones de moverse, se consideraba que la persona había muerto. Sin embargo, con los avances de la medicina —como los ventiladores mecánicos— es posible mantener el corazón y los pulmones funcionando temporalmente, incluso si el daño es reversible.
Hoy, la ciencia y la Iglesia aceptan como criterio válido la muerte neurológica o cerebral: la pérdida irreversible de todas las funciones del cerebro, cerebelo y tronco cerebral. Cuando esto ocurre, aunque el corazón y los pulmones sigan funcionando con o sin asistencia, la persona ha muerto.
La Iglesia no dicta qué máquinas usar ni cómo certificar técnicamente la muerte; confía en que los médicos actúen con certeza moral y rigor científico. Tanto Pío XII como San Juan Pablo II subrayaron que el papel de la medicina es reconocer los signos biológicos que indican que la unidad cuerpo–alma ya se ha roto, aunque no podamos ver el momento exacto en que el alma parte.
Este criterio neurológico es también clave para la donación de órganos, que la Iglesia considera un acto de amor y generosidad, siempre que se confirme la muerte de forma moral y médica. Mientras el cerebro esté vivo, los médicos lucharán por salvar al paciente; pero si el cerebro ha muerto, aunque haya signos mecánicos en el cuerpo, la persona ya ha partido hacia Dios.