
La donación de órganos es una oportunidad de compartir el don de la vida. Un solo donante fallecido puede beneficiar hasta a 20 personas, desde trasplantes vitales como corazón, hígado, pulmones y riñones, hasta trasplantes que mejoran la calidad de vida como córneas o fragmentos óseos.
La Iglesia Católica considera la donación de órganos como un acto noble y meritorio, siempre que se cumplan criterios morales claros:
El donante debe haber dado su consentimiento libre e informado.
La extracción de órganos debe realizarse solo después de la muerte del donante.
No es aceptable matar o mutilar a una persona para salvar a otra, aunque el fin parezca bueno.
El Catecismo (n. 2296 y 2301) reafirma que la donación después de la muerte, hecha libremente, es legítima y una expresión de solidaridad. San Juan Pablo II, en Evangelium Vitae y en un congreso internacional de trasplantes, destacó que donar un órgano es un acto genuino de amor y autodonación, recordando que el cuerpo humano no es solo un conjunto de tejidos y funciones, sino parte constitutiva de la persona.
La verdadera donación respeta siempre la dignidad humana, evita cualquier uso de embriones humanos con fines de trasplante y coloca la ciencia al servicio del hombre.