
El 22 de enero de 1973, la Corte Suprema de Estados Unidos emitió la decisión Roe vs. Wade, que reconoció a una mujer —bajo el seudónimo Jane Roe— el derecho a abortar. Aunque se suele decir que esta resolución “legalizó” el aborto, en realidad nunca existió una ley federal que lo aprobara; fue una interpretación judicial que permitió su práctica en todo el país.
La protagonista, Norma McCorvey, afirmó inicialmente haber sido violada para obtener acceso al aborto, pero años después confesó que esa declaración fue falsa. Nunca llegó a abortar; su hija fue dada en adopción. Durante años trabajó en clínicas abortivas, hasta que en 1995 se convirtió al cristianismo, se unió al movimiento provida y dedicó su vida a limitar esta práctica.
La sentencia abrió la puerta a uno de los mayores genocidios de la historia: más de 55 millones de bebés abortados en cinco décadas. Con el tiempo, las causales se ampliaron hasta permitir abortos en cualquier etapa del embarazo, sin necesidad de notificar a los padres o demostrar violación.
En 2024, la Corte Suprema revisó Roe vs. Wade y decidió que la regulación del aborto pasara a manos de cada uno de los 50 estados, sin abolirlo ni prohibirlo a nivel nacional. Esto abrió la oportunidad para que en varios estados prevaleciera la cultura de la vida.
La Iglesia Católica enseña que el aborto directo, como fin o medio, es gravemente contrario a la ley moral. Esta condena no es nueva: ya aparece en la Didaché, un texto cristiano del siglo I. El Catecismo establece que quien procure un aborto incurre en excomunión automática, no para condenar sin más, sino para resaltar la gravedad del crimen y el valor sagrado de toda vida humana.
Proteger al no nacido es defender a un hijo de Dios, portador de una dignidad única, universal e irrenunciable desde la concepción. La lección de Roe vs. Wade es clara: no podemos repetir un error que costó decenas de millones de vidas inocentes.