
Hay días en que mi interior se parece a una ventana empañada, entre el frío de las pruebas y el calor de los anhelos del alma. Intento mirar en la dirección correcta, pero la vista se me pierde entre sombras y siluetas que no logro distinguir. Y aun así, cuando me acerco al Señor en silencio y descanso en Su presencia, es como si Él mismo pasara Su mano y despejara el cristal. Lo que antes era confuso se vuelve claro; lo que parecía oscuro se ilumina; y mi corazón, renovado, vuelve a levantar la mirada para suplicar con reverencia: “Muéstrame Tu gloria”. ¿Y cómo no anhelar más de Aquel cuya gloria transforma hasta nuestra visión más nublada?