El Adviento es un puente que une el recuerdo de Su primera venida en humildad con la esperanza viva de Su glorioso regreso.
Nuestro mundo está obsesionado con el éxito y el poder. Millones buscan ser importantes, ser reconocidos, ser alguien. Las redes sociales alimentan esta ilusión de autosuficiencia. Pero la fama humana dura poco. Los nombres que hoy llenan los titulares mañana serán olvidados.
Pero cuando llegas a Filipenses 2:9-11, todo eso se derrumba. Pablo nos eleva la mirada hacia Jesucristo, el Único digno de ser exaltado por encima de todo, y nos confronta con una pregunta. ¿Cómo sería vivir cada día reconociendo que Él es el Señor?
Hoy llegamos al punto donde la humillación de Jesucristo alcanza su expresión más profunda: la obediencia hasta la muerte y muerte de cruz.
Esta es la maravilla que debe llenar tu corazón de gozo en esta temporada. El Bebé que nació en Belén nació para morir. Su primer llanto en el pesebre fue el eco anticipado de Su último suspiro en la cruz. La Navidad celebra más que un nacimiento tierno. Celebra el primer paso del camino de obediencia más glorioso que el universo haya presenciado.
En esta época del año, mientras las luces adornan los hogares y las familias se preparan para reunirse, Dios nos concede algo mucho más valioso que un ambiente festivo. Nos concede la oportunidad de volver nuestra mirada hacia Cristo, porque Él es el verdadero centro de la Navidad. El pasaje que meditamos hoy nos conduce a un misterio inefable, uno que no podemos comprender por completo. El Dios eterno, Creador de los cielos y de la tierra, decidió humillarse y hacerse hombre. Este acto de amor no fue un adorno temporal ni un símbolo pasajero, sino la expresión más profunda del corazón de Dios hacia ti y hacia mí.
No he iniciado esta serie de cuatro reflexiones sobre Filipenses 2:5–11 para añadir cargas humanas ni caer en ritualismos vacíos. Más bien, quiero aprovechar esta temporada como una oportunidad providencial para meditar en uno de los misterios más profundos y gloriosos de nuestra fe. Me refiero a la encarnación del Hijo de Dios. La atención no estará en la tradición, sino en la verdad revelada en las Escrituras, que nos llama a contemplar la mente de Cristo y a ser transformados por ella.
Vivimos en un mundo que corre desenfrenado. En esta época, el bullicio comercial y la prisa a menudo ahogan la verdadera adoración. Sin embargo, el Señor nos concede una pausa necesaria: el Día de Acción de Gracias. Es una hermosa oportunidad para detenernos, pero debo preguntarte: ¿Es tu gratitud meramente una respuesta a la comida en la mesa o al techo sobre tu cabeza? ¿O brota de una fuente eterna e inagotable? Esta reflexión es un preámbulo para preparar nuestro espíritu para el Adviento. Es un llamado a que una gratitud anclada en el Evangelio prepare el terreno de tu corazón para recibir la Luz que venció a las tinieblas.
Hay días en que mi interior se parece a una ventana empañada, entre el frío de las pruebas y el calor de los anhelos del alma. Intento mirar en la dirección correcta, pero la vista se me pierde entre sombras y siluetas que no logro distinguir. Y aun así, cuando me acerco al Señor en silencio y descanso en Su presencia, es como si Él mismo pasara Su mano y despejara el cristal. Lo que antes era confuso se vuelve claro; lo que parecía oscuro se ilumina; y mi corazón, renovado, vuelve a levantar la mirada para suplicar con reverencia: “Muéstrame Tu gloria”. ¿Y cómo no anhelar más de Aquel cuya gloria transforma hasta nuestra visión más nublada?
La verdad de que el amor perfecto echa fuera el temor debe traducirse en cambios concretos en nuestra manera de vivir. Estas aplicaciones prácticas de 1 Juan 4:18 en la vida diaria no son simplemente sugerencias opcionales, sino invitaciones del Espíritu Santo a experimentar la libertad que Cristo ha ganado para nosotros.
¿Has experimentado alguna vez esa inquietud profunda que parece filtrarse en cada área de tu vida, ese temor que susurra mentiras sobre tu valor, tu futuro, o incluso sobre el amor de Dios hacia ti?
En 1 Juan 4:18, el apóstol del amor perfecto nos ofrece una verdad que puede transformar radicalmente nuestra experiencia diaria: el amor maduro y completo de Dios no solo coexiste con la paz, sino que activamente expulsa el temor de nuestros corazones.
Mientras meditaba en el Salmo 5, me preguntaba cuál sería el sentir de David al escribir estas palabras. El texto nos revela que no se encontraba rodeado de circunstancias favorables. Es más bien el clamor de un corazón que, en medio de la amenaza y la presión de los enemigos, se vuelca completamente en Dios. No es una súplica de rutina, sino un grito de angustia que se transforma en una confianza inquebrantable.
En el evangelio de Mateo, un joven rico se acercó a Jesús buscando la vida eterna. Su encuentro con el Salvador no solo reveló la incapacidad humana para alcanzar la salvación, sino que sirvió como una poderosa lección para los discípulos sobre la naturaleza de la gracia. Hoy, a través de Mateo 19:16-26, veremos cómo la gracia de Dios transforma lo que parece inalcanzable en una realidad gloriosa para Su gloria, motivándonos a descansar en Su poder y a compartir esta verdad con un mundo que confía en sus propias «riquezas».
Hablar de paz verdadera no es una teoría para mí. Esta reflexión nace de mi propio camino, de alguien que ha conocido los vaivenes del alma: desde caer en las sombras de la ansiedad y la depresión cuando la adversidad golpeó sin aviso, hasta experimentar el gozo profundo de correr a la Palabra de Dios en medio de la tormenta. He comprobado que la paz de Cristo no es ausencia de problemas, sino la presencia de Aquel que prometió no abandonarnos jamás.
Imagina a un anciano levita, uno de los que volvieron del exilio babilónico, de pie entre las ruinas del templo en reconstrucción. Mientras afina su arpa, no ve la gloria del templo de Salomón, sino escombros y promesas a medio cumplir. Sin embargo, cierra los ojos y entona un cántico, no por la gloria presente, sino porque confía en el Dios que prometió restaurarla.
La espera nunca es fácil. ¿Has orado por años, aguardando una respuesta que parece no llegar? ¿Has sentido el peso de tu pecado, esa carga que te hunde en profundidades oscuras? El Salmo 130, es un cántico de ascenso gradual, un himno que cantaron aquellos que volvieron de la deportación al subir a Jerusalén. Expresa el anhelo de comunión con Dios y la restauración de Israel.
¿Has percibido ese silencio que habla más que las palabras? Un gesto o una pausa puede revelar más que un discurso largo. En una conversación reciente, me encontré con alguien cuya risa sonaba cansada y cuyo ánimo parecía cargado de un peso oculto.
El apostol Juan escribía a una iglesia acosada por falsos maestros, y su llamado era claro: el amor cristiano no se limita a expresiones verbales, sino que se traduce en acciones concretas. Acciones que son la respuesta de la gracia de Dios en corazones regenerados.
En esta reflexión quiero invitarte a considerar lo que significa crecer en el conocimiento de Cristo. ¿A qué se refiere Pedro cuando nos exhorta en 2 Pedro 3:18 a “crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”?
¿Alguna vez has sentido el peso del tiempo escapándose como arena entre los dedos? En un mundo que corre a toda prisa, persiguiendo ilusiones de permanencia, el Salmo 90 nos detiene en seco.
Esta es una oración escrita por Moisés en el corazón del desierto, donde una generación entera se desvanecía bajo el juicio de Dios (Números 14:29–35). Imagina el polvo levantándose con cada nuevo entierro, el silencio de tiendas vacías, el lamento de madres que enterraban a sus hijos. Moisés, testigo de todo ello, no solo clama por alivio, sino por sabiduría que trasciende el tiempo.
A lo largo de los siglos, muchos creyentes han encontrado consuelo, dirección y gozo en las palabras del apóstol Pablo a los filipenses. Esta carta, como toda la Escritura, es una fuente inagotable de agua para el alma sedienta. No es exagerado decir que Filipenses ha sido uno de los escritos más amados y predicados en la historia de la iglesia.
La carta fue escrita por Pablo desde una prisión, y sin embargo está saturada de gozo, gratitud y contentamiento.
Cuando hablo del “aliento” en esta reflexión, no me refiero simplemente al aire que entra y sale de nuestros pulmones, sino al don mismo de la vida que viene de Dios. En la Biblia, el aliento es una imagen profunda del acto creador y sustentador de Dios. Así lo entendía Job, y así debemos entenderlo también nosotros: cada respiración es una expresión de Su gracia soberana, no un derecho adquirido.
Esta reflexión nació de una conversación que tuve recientemente con mi cuñado Héctor, mi querido hermano en la fe de nuestro Señor Jesucristo. Él me escribió después de leer el capítulo 4 de Hebreos, y quedó profundamente impactado por los versículos 14 al 16. Me preguntó si estos versículos tienen algo que ver con la manera en que afronto, día tras día, los retos físicos, mentales y espirituales que trae una enfermedad como el ALS.
Su pregunta tocó mi corazón. Me recordó cuán central es este pasaje en mi caminar diario. Hebreos 4:14–16 no es para mí solo un texto alentador, sino un refugio, una promesa viva, un ancla para el alma en medio de la tormenta.
En la primera parte de este tema, reflexionamos sobre el llamado de Pablo a gloriarnos en las tribulaciones y recorrimos el proceso transformador que Dios produce en nosotros a través del sufrimiento: paciencia, carácter probado y esperanza firme (Romanos 5:3–5a).
En este episodio continuamos con el punto culminante de ese proceso: “…porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5b).
Pero no solo hablaremos del amor de Dios, sino que meditaremos también en el sufrimiento de Cristo como nuestro modelo supremo, en cómo aplicar esta enseñanza a nuestras propias vidas, y terminaremos con una palabra de esperanza tanto para creyentes como para aquellos que aún no han puesto su fe en Jesús.
¿Estamos realmente preparados para enfrentar el sufrimiento de la manera que Dios nos llama a hacerlo?
El sufrimiento es algo inevitable en este mundo quebrantado. Ninguno de nosotros está exento: tarde o temprano, la prueba tocará a nuestra puerta, el dolor se sentará a nuestra mesa, y la tribulación marcará nuestras jornadas.
En Romanos 5:3–5, el apóstol Pablo no solo responde, sino que nos deja una declaración que desafía toda lógica humana: “…también nos gloriamos en las tribulaciones”.
¿Gloriarnos en las tribulaciones? ¿Acaso no son la evidencia de que algo salió mal? ¿No deberían ser motivo de tristeza, desaliento o incluso de queja? Y si no es así… ¿qué significa realmente alegrarse en medio del dolor?