
No he iniciado esta serie de cuatro reflexiones sobre Filipenses 2:5–11 para añadir cargas humanas ni caer en ritualismos vacíos. Más bien, quiero aprovechar esta temporada como una oportunidad providencial para meditar en uno de los misterios más profundos y gloriosos de nuestra fe. Me refiero a la encarnación del Hijo de Dios. La atención no estará en la tradición, sino en la verdad revelada en las Escrituras, que nos llama a contemplar la mente de Cristo y a ser transformados por ella.