
Las promesas de Dios no son palabras lanzadas al viento, ni frases que se desvanecen con el tiempo. Son semillas eternas que caen en el terreno del alma y esperan el momento exacto para brotar. A veces germinan en la luz, otras veces en la sombra. Pero siempre llevan en sí la fidelidad de quien las pronunció. Porque Dios no promete desde la emoción, sino desde la eternidad. Sus promesas no dependen de nuestro mérito, ni de nuestras circunstancias, ni de nuestra fuerza. Se sostienen solas, porque brotan de su carácter inmutable. Y cuando todo parece incierto, cuando el alma se tambalea, cuando el tiempo se alarga más de lo esperado, su promesa permanece como un faro encendido en medio de la niebla.
Tu amigo Israel Meza, que Dios te bendiga siempre y recibe un fuerte abrazo.