
En este capítulo reflexionamos sobre una verdad que confronta el corazón:
no toda buena obra nace de una intención pura. Jesús nos enseña que el bien verdadero no busca aplausos, reconocimiento ni aprobación humana, sino que fluye desde una relación íntima con Dios.
Aquí hablamos del peligro de hacer lo correcto por vanagloria, por costumbre o por apariencia espiritual, y del llamado de Jesús a vivir una justicia silenciosa, sincera y obediente, hecha solo para agradar a Dios.
Porque cuando el bien se hace en secreto, Dios que ve lo oculto es quien recompensa. Este episodio es una invitación a examinar nuestras motivaciones y a volver al centro: hacer el bien no para ser vistos, sino para honrar a Dios.