Cuando enfrentas momentos de intensa presión o dolor, recuerda que Jesús no solo tiene el poder divino para ayudarte, sino también la experiencia humana para entenderte completamente.
En los momentos más difíciles de la vida, anhelamos tener a alguien que verdaderamente comprenda nuestro dolor. La buena noticia es que tenemos exactamente eso en Jesucristo.
Todos conocemos personas que están "paralizadas" espiritualmente. Pueden estar cargadas por el pecado, heridas por el pasado, o simplemente perdidas sin esperanza. Como aquellos cuatro amigos, tenemos la oportunidad y la responsabilidad de llevarlas a Cristo.
Jesús no era simplemente un maestro moral o un profeta inspirado; Él era Dios mismo caminando entre los hombres.
¿Has aceptado personalmente que Jesús es Dios y que solo Él puede perdonar tus pecados, o todavía lo ves simplemente como un maestro moral?
¿Estás buscando que Dios arregle tus circunstancias, o estás permitiendo que Él transforme tu corazón desde adentro? El problema del paralítico no era su enfermedad, era su pecado.
La fe que rompe techos no se rinde fácilmente. Ve más allá de los problemas inmediatos y se enfoca en las posibilidades infinitas que existen cuando llevamos nuestras cargas a los pies de Cristo. Esta clase de fe no solo transforma nuestra propia vida, sino que también impacta la vida de otros.
¿Cuándo fue la última vez que corriste hacia algo con verdadera emoción? En Capernaum, cuando la gente supo que Jesús había regresado, corrieron hacia Él con esa misma emoción y urgencia.
El sacrificio de Cristo no solo nos salvó del pecado, sino que también estableció su derecho a ser Señor de nuestras vidas.
No fuimos salvados por un Dios reluctante que tuvo que ser convencido de amarnos. Al contrario, fuimos salvados por un Dios que nos amó tanto que voluntariamente se hizo hombre, vivió una vida perfecta, y murió la muerte que nosotrosmerecíamos.
"Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados." Isaías 53:5
Tienes un Salvador que no solo entiende tu dolor, sino que lo experimentó primero para poder acompañarte en el tuyo.
Cuando leemos las profecías y luego vemos su cumplimiento en los evangelios, nos damos cuenta de que cada detalle del sufrimiento de Cristo tenía un propósito divino.
Hoy, cuando enfrentamos dificultades o nos preguntamos si Dios realmente se preocupa por nosotros, podemos recordar que Él ya había planeado la solución a nuestro mayor problema antes de que siquiera existiéramos. Su amor es intencional, profundo y eterno.
Cada cristiano tiene un papel en las misiones. No todos iremos a tierras lejanas, pero todos podemos participar.
Hay personas que nacen, viven y mueren sin jamás escuchar que Dios los ama y que Cristo murió por ellos. Esta realidad debería romper nuestros corazones. Pero aquí está la esperanza: gracias a la obra misionera, los no alcanzados pueden ser alcanzados.
Cuando participamos en la obra misionera - ya sea orando, dando o yendo - estamos invirtiendo en una cuenta celestial que produce frutos eternos. No se trata de una inversión que se deprecia con el tiempo, sino de una que genera dividendos por toda la eternidad.
La mies es abundante - hay millones de personas que necesitan escuchar el evangelio - pero los obreros son pocos. No se trata de una situación cómoda que podemos manejar a nuestro ritmo; es una emergencia espiritual.
La verdadera compasión siempre lleva a la acción.
Tu participación en misiones puede tomar muchas formas: oración constante por los misioneros, apoyo financiero regular, participación en viajes misioneros, enseñanza sobre misiones en tu iglesia, o estar dispuesto a enviar a tus propios hijos al campo misionero. Cada inversión que haces en misiones es una inversión en la eternidad, fruto que abunda en tu cuenta celestial.
¿Qué te resulta más fácil: hablar de temas mundanos o compartir sobre Cristo, y qué cambios necesitas hacer para priorizar las conversaciones eternas?
Jesús nos dio un plan estratégico claro para el testimonio: comenzar en Jerusalén, luego Judea, después Samaria, y finalmente hasta lo último de la tierra. Este no es solo un plan geográfico, sino un principio de cómo expandir nuestro impacto para Cristo.