
El evangelio de Mateo abre con algo que, a primera vista, parece poco inspirador: una genealogía. Nombres, generaciones, repeticiones. Sin embargo, cuando se lee con atención espiritual, Mateo 1:1–17 se convierte en una profunda declaración teológica y pastoral: Dios no inaugura la historia de la salvación con una lista de héroes impecables, sino con un árbol genealógico lleno de fracturas, vergüenzas, errores y redenciones. Desde el inicio, el mensaje es claro: la presencia de Dios no se manifiesta en familias perfectas, sino en corazones disponibles.
Vivimos en la cultura de los filtros. Mostramos la mejor foto familiar, la versión más aceptable de nuestra historia, ocultando divorcios, adicciones, depresiones y fracasos que no encajan con la imagen que queremos proyectar. En ese contexto, la genealogía de Jesús resulta incómoda. Si Mateo hubiera sido un “community manager” moderno, probablemente habría sido despedido por exponer demasiado. Pero precisamente ahí está el escándalo del evangelio: Dios no edita la historia humana para encajar en estándares religiosos; Él entra en esa historia para redimirla desde adentro. La religión intenta maquillar el pasado; la Navidad revela a un Dios que invade el pasado para transformarlo y darle un futuro.
Al observar algunos nombres clave de esta genealogía, descubrimos cómo la presencia de Dios transforma familias marcadas por patrones rotos. El primero es Jacob, cuyo nombre significa “el que engaña”. Jacob representa a quienes viven desde una identidad falsa, creyendo que deben manipular, competir o fingir para obtener bendición, aceptación o amor. Pasó años luchando, huyendo y engañando, incluso a su propia familia.
Sin embargo, Dios no lo usó por su astucia, sino después de quebrarlo. En el encuentro con Dios, Jacob deja de ser definido por su engaño y recibe un nuevo nombre: Israel. La lección es profunda: nuestro desempeño no nos da acceso al Padre; nuestra posición en Cristo sí. No necesitamos fingir para pertenecer. La presencia de Dios sana la identidad y rompe el espíritu de orfandad que empuja a tantos hombres y mujeres a vivir desde la apariencia.
Luego aparece Rahab, una mujer con una reputación marcada por la vergüenza. Mateo no suaviza su historia: la nombra tal como era conocida. Rahab representa a quienes cargan etiquetas sociales que parecen imposibles de borrar. El mito que ella confronta es devastador: “Mis errores me descalifican para siempre”. Sin embargo, Rahab creyó en el Dios de Israel cuando muchos del pueblo elegido dudaban. Arriesgó su vida, actuó con fe y fue injertada en la historia de la redención. De su vientre nació Booz, y de esa línea vino el rey David. Dios no vio basura; vio propósito. El mundo insiste en recordarnos lo que hicimos, pero el cielo nos recuerda quiénes somos en Cristo y en quiénes podemos llegar a convertirnos. La presencia de Dios transforma la vergüenza en herencia.
El tercer cuadro es quizá el más incómodo: David y Betsabé. Mateo recuerda explícitamente el adulterio y el asesinato al decir que Salomón nació “de la que fue mujer de Urías”. No hay intento de borrar el pecado. David encarna a líderes, padres y madres que cayeron moralmente y creen que su historia terminó. El mito aquí es que el perdón no restaura el propósito. Pero Dios demuestra lo contrario: del mayor fracaso de David surge la línea que conduce a Jesús. El pecado fue un desvío terrible, pero el arrepentimiento permitió que Dios recalculara la ruta. Un error no define toda una vida; puede convertirse, en manos de Dios, en un capítulo de redención. La presencia de Dios no niega el pecado, pero lo supera con gracia transformadora.
La genealogía de Jesús es, en realidad, un espejo. Está llena de personas rotas, como nosotros. Y ese es precisamente el punto. Cuando el acusador dice “no calificas”, el evangelio responde: no calificamos por nuestro récord, sino por Su sangre. En Cristo, las genealogías de maldición se detienen. Patrones de violencia, inmoralidad, adicción o idolatría no tienen la última palabra cuando la presencia de Dios entra en una familia.
Este pasaje no solo informa; activa. Invita a entregar el árbol genealógico a Jesús, a renunciar a herencias de pecado y a declarar una nueva identidad.
La Navidad, entonces, no es solo el nacimiento de Cristo, sino el nacimiento de una nueva historia familiar. La presencia que transformó a Jacob, Rahab y David sigue activa hoy. Dios no busca linajes perfectos; busca corazones dispuestos. Y cuando Él está presente, ninguna familia está demasiado rota para ser redimida.