
La predicación “La presencia que sana” se fundamenta en Mateo 1:18-23, un pasaje que narra el origen humano del Mesías y el modo en que Dios irrumpe en la historia por medio del nacimiento de Jesús.
Mateo, escribiendo para una comunidad que necesitaba esperanza, cita a Isaías 7:14 para dejar en claro que Jesús no es un maestro más ni un líder político, sino el cumplimiento vivo de la promesa divina: Dios mismo viniendo a estar con su pueblo. El nombre “Emmanuel”, lejos de ser una expresión poética, comunica una verdad profunda: el Dios que parecía distante se hizo cercano, presencia viva y activa en medio de la angustia humana. En aquel tiempo, Israel vivía bajo opresión, incertidumbre política y un clima social cargado de temor y cansancio. La ansiedad colectiva era una realidad palpable, y es precisamente en ese contexto donde la intervención divina adquiere un sentido transformador.
El texto muestra a un José confundido, temeroso, intentando resolver su situación desde la justicia humana, hasta que un ángel irrumpe para revelarle una verdad mayor: el niño que María lleva en su vientre ha sido concebido por el Espíritu Santo, y ese hijo será llamado Jesús porque salvará a su pueblo de sus pecados.
Esto revela que la identidad del Mesías no surge de expectativas humanas, sino de la iniciativa soberana de Dios. El mensaje culmina con la declaración profética: “lo llamarán Emanuel, Dios con nosotros”, una afirmación que inaugura la realidad de la presencia divina acompañando, sanando y guiando a la humanidad herida. En términos teológicos, no se trata de un concepto abstracto sino de una presencia relacional, cercana, que toca la historia concreta de cada vida.
Hermano Lawrence, cuya espiritualidad de la presencia es profundamente cristocéntrica, resume esta verdad diciendo que Dios está más cerca de nosotros de lo que imaginamos, aunque muchas veces no lo reconocemos. Esta afirmación conecta directamente con la experiencia humana contemporánea.
Cada uno, en diferentes momentos, ha cargado con preocupaciones que quitan el sueño, con presiones internas difíciles de nombrar y con pensamientos que parecen no detenerse. A veces oramos, pero el ruido de la vida nos hace olvidar que Dios está con nosotros, y aunque proclamamos Su cercanía, vivimos como si estuviéramos solos. Esa tensión espiritual y emocional nos revela cuántas veces hemos caído en lo mismo que Hermano Lawrence señala: no es Dios quien se aleja de nosotros, sino nosotros quienes nos alejamos de Él.
El problema no es solo individual. Como comunidad vivimos situaciones que generan ansiedad: incertidumbre económica, conflictos familiares, enfermedades, presión laboral y luchas internas que nos desgastan. Aunque sabemos que Dios existe, no siempre experimentamos Su presencia como una realidad que sana. De hecho, la humanidad entera comparte esta carga silenciosa: la sensación de soledad y desorientación, incluso estando rodeados de personas. Es aquí donde las palabras del Hermano Lawrence resuenan con fuerza: aunque pensemos que estamos solos, Dios no nos deja ni por un instante. Nuestro problema común es que ignoramos la presencia que tiene el poder de restaurar el alma.
El pasaje de Mateo se convierte entonces en una respuesta divina al problema humano de la ansiedad, el miedo y la confusión. Dios no observa desde lejos; Él ve nuestro dolor y decide habitarlo. Ve nuestras cargas y determina que no las enfrentemos solos. Ve nuestros pensamientos inquietos y declara: “Mi presencia será suficiente”. La encarnación es la iniciativa más radical del amor de Dios, su forma definitiva de decir: “Yo mismo voy a sanarles”. Hermano Lawrence lo expresa de manera precisa: la presencia de Dios es el remedio para todos los males del alma.
La sanidad, entonces, no siempre implica que la circunstancia cambie, sino que nuestra vida interior es transformada. María y José atravesaron momentos difíciles, pero Dios estuvo con ellos en cada paso, guiándolos, fortaleciendo su fe y sosteniendo su propósito. La presencia de Dios es compañía antes que solución; es fuerza antes que respuesta.
El punto central de la predicación es claro: Jesús es Emmanuel. Su presencia sana, restaura y sostiene nuestra vida, incluso cuando el dolor, la ansiedad o las cargas parecen desbordarnos. Esta presencia no es esporádica ni condicionada; es constante, silenciosa y poderosa. Es Dios caminando con nosotros día a día. Como afirma Hermano Lawrence, la verdadera sanidad del alma consiste en acostumbrarse a hablar con Dios en todo momento.
Desde esta verdad, la aplicación práctica se vuelve esencial. La primera invitación es practicar pausas de presencia a lo largo del día: detenerse por unos segundos y decir “Dios, sé que estás conmigo”. Estas breves pausas calman la ansiedad y nos vuelven conscientes del Dios que habita lo cotidiano. La segunda aplicación consiste en entregar nuestras cargas de manera específica, no general. La sanidad llega cuando nombramos nuestros miedos y preocupaciones con honestidad.
La tercera aplicación es hablar con Dios en medio de las actividades diarias: mientras manejamos, trabajamos, esperamos o nos preocupamos. La presencia de Dios no se limita a lo espiritual; se encuentra entre las “ollas y las cacerolas” como decía Hermano Lawrence. Finalmente, se nos llama a reemplazar pensamientos ansiosos por recordatorios constantes de Su presencia: “Dios está conmigo”, “Su presencia me sostiene”, “Él no me deja”.
Al final, la predicación culmina en una inspiración profunda: no se necesitan grandes obras para agradar a Dios, sino reconocer Su presencia constante. Él está contigo cuando lloras, cuando te angustias, cuando dudas y cuando sientes que ya no puedes más. Su presencia no solo te acompaña: te sana.