
Hay escenas en la Escritura que destilan poesía, guerra y evangelio al mismo tiempo. Apocalipsis 12 es una de ellas. Allí vemos a una mujer luminosa, un dragón sediento de sangre y un niño que, para sorpresa del infierno entero, derrota sin espada, sin ejército y sin ruido… simplemente naciendo. El dragón esperaba un combate; Dios envió un bebé. Así es como el Señor suele humillar las arrogancias cósmicas: con ternura que desarma tiranos, con debilidad que pulveriza imperios, con vida que cancela la muerte.