¿Sabías que Apocalipsis nos narra el día final desde siete perspectivas?
Es como si se hubiera grabado el día final desde siete cámaras; siendo cada una, un ángulo distinto del mismo evento - para unos será glorioso, para otros será espantoso; para Cristo será victoria, para el dragón será derrota - para los redimidos será reposo, para los no arrepentidos será tormento ¿Desde qué ángulo serás testigo del día final?
Hay escenas en la Escritura que destilan poesía, guerra y evangelio al mismo tiempo. Apocalipsis 12 es una de ellas. Allí vemos a una mujer luminosa, un dragón sediento de sangre y un niño que, para sorpresa del infierno entero, derrota sin espada, sin ejército y sin ruido… simplemente naciendo. El dragón esperaba un combate; Dios envió un bebé. Así es como el Señor suele humillar las arrogancias cósmicas: con ternura que desarma tiranos, con debilidad que pulveriza imperios, con vida que cancela la muerte.
Creo en DIOS, porque los cielos cuentan su gloria ¿Acaso hay otra explicación para tanta perfección y belleza en la creación?, Creo en DIOS, porque la Biblia testifica de Él ¿Existe otro libro que pueda infundir paz, gozo, certeza y fortaleza? Creo en DIOS pues la vida sin él está vacía, las noches sin él no tienen descanso, el alma sin él desfallece en hambre y sed. Pero creo en DIOS, quien da la vida, quien sirve el pan en mi mesa, quien guarda mis pasos, quien redime mi alma, el DIOS que no miente ni falta a sus promesas, el DIOS que perdona y otorga gracia, sin límite de horario, sin imposible que se le oponga, lleno de gloria, grande en misericordia, sublime en los cielos, presente en nuestras vidas, soberano sobre todo ¿No es acaso el Dios que necesitamos?
Podríamos llamar “Yamilenialismo” a la forma reformada clásica de entender el milenio (tema de Apocalipsis 20), tratando de explicarla de manera sencilla: El milenio YA ESTÁ AQUÍ. Los reformados no “negamos” el milenio, más bien afirmamos que el Reino milenial es real, glorioso, concreto, poderoso, presente… y ya está en marcha, porque comenzó cuando Cristo resucitó y “se sentó a la diestra de la Majestad” (Heb 1:3). Desde ese trono gobierna, no como príncipe en espera sino como Rey de reyes, mientras “debe reinar hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Co 15:25).
1. UN MILENIO PRESENTE, NO UN FUTURO ESPECULATIVO
El Yamilenialismo no espera un reino intermedio más allá del horizonte histórico, ni un paraíso terrenal exclusivo para la nación de Israel. Si Cristo ya reina, esperar otro reinado sería como esperar que un león pida permiso para rugir. Jesús mismo afirma: “Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra” (Mt 28:18). Toda significa toda; y “ahora” significa ahora. Por eso, la idea de un reino terrenal por venir, ya sea optimista (postmilenialismo) o étnicamente segmentado (premilenialismo), queda corta frente al testimonio del evangelio:
• El Reino llegó con Cristo (Mr 1:15).
• El Reino avanza por la proclamación (Mt 13).
• El Reino enfrenta y derrota a Satanás (Lc 11:20–22).
En otras palabras: no esperamos un milenio; lo estamos viviendo. Un milenio que no es una era de estadísticas triunfalistas ni de geopolítica celestial, sino el tiempo entre las dos venidas del Señor, donde Cristo reina desde el cielo, la Iglesia reina con Él real y actualmente (Ef 2:6) y el dragón ruge porque sabe que le queda “poco tiempo” (Ap 12:12).
2. UN REINO DINÁMICO, MISIONAL Y CÓSMICO
El Yamilenialismo afirma que Apocalipsis 20 no describe una utopía terrenal sino la dimensión real, actual y global del reinado de Cristo. Los que “vivieron y reinaron con Cristo” (Ap 20:4) son los santos, transformados por gracia, que pertenecen a “toda tribu, lengua, pueblo y nación” (Ap 5:9). No portan espadas revolucionarias ni despliegan estandartes étnicos; más bien sostienen el testimonio de Cristo, avanzan con la Palabra y resisten al dragón con la perseverancia de los santos (Ap 12:11; 14:12).
Si algunos siguen esperando un milenio donde por fin Cristo reine, quizá es porque aún no se han enterado de que Jesús ya derrotó a la serpiente en la cruz (Col 2:15). El Reino no esperó su turno: irrumpió cuando el Hijo del Hombre exhaló “Consumado es”.
Mi suerte cualquiera que sea diré:
"Estoy bien, estoy bien; con mi REY"
Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado. Confiad en Jehová perpetuamente, porque en Jehová el Señor está la fortaleza de los siglos... (Isa 26:3-4)
No necesitamos tener el CONTROL; necesitamos creer en el Dios que controla todas las cosas - en él tendremos paz y salvación.
Hay un extraño fenómeno que ocurre cada octubre: las redes se llenan de frases en latín, imágenes de Lutero sosteniendo una Biblia, y coros virtuales de “Sola Scriptura” y “Soli Deo Gloria”. Es hermoso… pero también un poco trágico. Porque para muchos, la Reforma se ha convertido en eso: un evento estacional, un desfile teológico que pasa con las hojas del otoño.La Reforma Protestante no fue una campaña publicitaria de una iglesia queriendo ser visible en medios - fue un despertar espiritual - y si somos verdaderamente reformados— aquel "volver a la vida" debe seguir avivándonos todos los días del año.Ser reformado no es colgar una cita de Calvino, Lutero, Zwinglio, o tu reformador favorito el 31 de octubre, sino vivir de tal manera que el Soli Deo Gloria sea el himno de cada respiración. La Reforma auténtica comienza en el corazón cuando la Palabra de Dios, empuñada por el Espíritu, destruye nuestros ídolos más refinados y reconstruye nuestro pensamiento, nuestro carácter y nuestras prioridades sobre el fundamento de Cristo.El apóstol Pablo lo dijo sin metáforas: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Romanos 12:1).Esa es la Reforma diaria: la mente renovada, la voluntad sometida, la vida ofrecida. Si nuestra teología no produce obediencia, humildad y adoración, entonces no es Reforma, es fariseísmo ilustrado.Martín Lutero no clavó sus tesis para que colgáramos posters, sino para proclamar que solo Cristo salva, por gracia. Juan Calvino no escribió su Institución para inspirar debates académicos, sino para formar creyentes que vivan “coram Deo”, conscientes de la presencia y dominio de Cristo en todos los ámbitos: en el estudio, el trabajo, el matrimonio, la enfermedad, la risa y el llanto.Ser reformado es, por tanto, un modo de existencia: es amar la verdad porque se ama al Dios de la verdad; es adorar con la mente y con el corazón; es obedecer en santidad y devoción. Es vivir reformando cada área de la vida bajo el señorío de Cristo.La Reforma no terminó en 1517. Sigue avanzando, porque el corazón humano sigue necesitando reformarse - “Toda la vida del cristiano es una continua conversión”.Ser reformado no es un eslogan; es un continuo volver a la Palabra cada día.¡Soli Deo Gloria! —Y no solo en octubre.
Es tanto lo que se cuenta y son tantas las opiniones del fin del mundo, del más allá y de los últimos tiempos, que es necesario considerar a la luz de la Biblia los errores de una escatología defectuosa, a fin de tener precaución y certeza sobre lo que Dios realmente nos ha dicho acerca del futuro.
La vida cristiana no es un paseo espiritual ni un tour de emociones santas. Es una marcha militar hacia la gloria, una carrera de resistencia y una peregrinación a contracorriente del mundo, la carne y el diablo. En un tiempo donde muchos confunden la gracia con la flojera espiritual, y la fe con un simple sentimiento religioso, la Escritura nos llama a constancia hasta el fin. Perseverar no es opcional; es el sello de los verdaderos redimidos, la evidencia de que la gracia de Dios obra eficazmente en nosotros.
El Apocalipsis no retrata a la Iglesia como una novia caprichosa que corre de un lado a otro alborotada, buscando la aprobación del mundo o la moda del momento. No. La muestra como una esposa “santa y preparada”, vestida de lino fino, limpio y resplandeciente, que son “las acciones justas de los santos” (Ap. 19:8).
Mientras el mundo se adorna para su propia perdición, la Iglesia se adorna para su encuentro con el Amado. Y su preparación no consiste en fuegos artificiales emocionales ni en programas religiosos frenéticos, sino en devoción, proclamación, esperanza y entusiasmo santo.
Muchos piensan que la Biblia es una especie de esfera de cristal para predecir eventos futuros encriptados con códigos secretos; otros, en el extremo opuesto, evitan hablar del fin del mundo porque la sola idea de un “día final” les causa temor o les roba su aparente paz. Y por otro lado, no faltan los que, ante cada terremoto, guerra o pandemia, comienzan a publicar sus pronósticos sobre el inminente final de los tiempos. Pero, de acuerdo con la Palabra de Dios, todas esas perspectivas —y las que se les parezcan— no son señales de madurez espiritual, sino anomalías escatológicas, desvíos mentales y emocionales respecto a la verdadera esperanza cristiana.
El apóstol Pablo nos recuerda que “nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:13). Esperamos, sí, pero no como quienes especulan, tiemblan o fabulan, sino como quienes anhelan y trabajan con los ojos fijos en Cristo, “el autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:2).
El estudio del fin no es para los curiosos ni para los cobardes, sino para los fieles. El Señor no nos llamó a temer el futuro ni a adivinarlo, sino a esperarlo trabajando. La verdadera escatología se traduce en diligencia presente: en vivir, servir, sufrir y gozar a la luz del “día de Cristo”.
No temamos el fin, ni lo usemos para entretener nuestra mente, ni lo distorsionemos para calmar nuestra carne. Más bien, digamos como la Iglesia primitiva: “Amén. Ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:20).
Porque el fin del mundo para el creyente no es una catástrofe, sino una coronación; no es el cierre del tiempo, sino la apertura de la eternidad.
Veamos entonces tres deformaciones comunes del pensamiento escatológico contemporáneo: la escatofobia, la escatomanía y la escatoficción; tres males que zarandean la fe o desvían la mirada de la verdadera esperanza bienaventurada.
La Escritura no deja espacio para el suspenso: los “últimos tiempos” no son una era futura de robots, guerras nucleares o microchips diabólicos. No. La cuenta regresiva comenzó con el nacimiento, la muerte y la resurrección de Cristo. Desde la encarnación del Verbo eterno, el reloj del fin empezó a marcar sus compases.
“Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” Hebreos 1:1–2
El autor de Hebreos, con admirable claridad, dice que “en estos postreros días” —no en un futuro apocalíptico distante, sino en su presente— Dios habló “por el Hijo”. En otras palabras, la venida de Cristo fue el inicio del fin, el amanecer del día que pondrá fin a las tinieblas. Lo que muchos llaman “época de la Iglesia” o “era de la gracia” no es un paréntesis improvisado, sino la etapa culminante del plan redentor. Vivimos en la cuenta regresiva, pero no hacia el desastre, sino hacia la consumación de todas las cosas en Cristo (Efesios 1:10).
EL SERMÓN QUE JESÚS NO TERMINÓ
En la sinagoga de Nazaret, Jesús se levantó a leer el rollo del profeta Isaías. Eligió el pasaje que nosotros conocemos como Isaías 61:1–2: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová… a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová, y el día de venganza del Dios nuestro” - Pero el evangelio de Lucas nos presenta una pausa intencional. Jesús cerró el libro antes de leer la frase “y el día de venganza del Dios nuestro” (Lucas 4:19–20). No fue descuido, sino con toda intención - Cristo marcó así una división entre el “año agradable” y el “día de venganza”. El primero comenzó con su ministerio terrenal y aún sigue vigente; el segundo espera su regreso glorioso. Entre ambos se extiende el largo año de la gracia, el jubileo espiritual que anuncia libertad, perdón y reconciliación con Dios.
La interrupción de la lectura fue una proclamación profética: todavía es tiempo de arrepentirse. La guillotina del juicio no ha caído porque la paciencia del Señor “es para salvación” (2 Pedro 3:15). Pero ese silencio tiene fecha de caducidad.
EL AÑO AGRADABLE DEL SEÑOR
Llamamos “año agradable del Señor” a este tiempo en que la puerta de la misericordia sigue abierta. Es la era del evangelio, el tiempo de la misión, la hora de las buenas nuevas. El Hijo reina desde su trono celestial y extiende su cetro de gracia sobre las naciones, llamando a los hombres a reconciliarse con Dios.
El apóstol Pablo lo expresó con urgencia: “He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación.” (2 Corintios 6:2) - Cristo no retarda su venida por negligencia, sino por compasión. Aún hay ovejas perdidas que deben ser traídas al redil. Este es el año prolongado de misericordia y perdón, cuando los cautivos son libertados y los ciegos ven. Pero llegará el punto final. El “día de la venganza” no fue cancelado, solo pospuesto.
EL DÍA DE VENGANZA: EL JUICIO FINAL
Cuando el Señor regrese —no como Cordero manso, sino como León supremo, la era de la gracia dará paso al día de la justicia. Lo que hoy parece impunidad, entonces será juicio. Las lágrimas de los santos serán secadas, y las risas burlonas de los impíos, silenciadas - “Porque vendrá el día de Jehová de los ejércitos sobre todo soberbio y altivo, y sobre todo el que se ensalce, y será abatido.” (Isaías 2:12) - No habrá escapatoria ni apelación. El tribunal estará presidido por Aquel que fue crucificado. Y los que hoy menosprecian su cruz enfrentarán su corona. Sin embargo, para el creyente, ese mismo día será la aurora de la alegría eterna. Lo que para unos será el fin de toda esperanza, para otros será el principio de toda dicha.
A lo largo de los siglos, la Iglesia ha enfrentado dos tipos de enemigos: los que la oprimen desde fuera y los que la corrompen desde dentro. Los primeros —reyes, imperios y sistemas hostiles— han intentado apagar la fe con fuego, espada y cárcel, pero siempre han fracasado. Cada mártir ha sido semilla de nuevas congregaciones, y cada hoguera encendida ha alumbrado aún más la gloria del Evangelio.
Pero los enemigos interiores, los que hablan en nombre de Cristo sin conocerle, han hecho un daño más profundo. No usan espadas, sino palabras. No atacan los muros de la iglesia, sino los cimientos del púlpito. Predican “otro Cristo”, más cómodo, más digerible, más comercial; un evangelio sin arrepentimiento, sin santidad y sin cruz. Han aprendido a endulzar el veneno, a vestir la mentira con versos bíblicos y a reemplazar la gracia por autoayuda.
La Escritura ya los había anunciado: “habrá falsos maestros entre vosotros”. No se oponen a la iglesia, pero la vuelven superficial, tibia, vacía. Su estrategia no es el ataque frontal, sino el susurro del error. El tirano persigue; el falso pastor confunde. El primero hiere el cuerpo, el segundo enferma el alma.
Y así, mientras la persecución refina la fe, la falsedad la erosiona. Los falsos pastores son como termitas espirituales: destruyen en silencio, hasta que un día el templo de la verdad colapsa por dentro. En nombre del amor, toleran el pecado; en nombre de la inclusión, sacrifican la verdad; en nombre de la libertad, desprecian la santidad.
De ellos debemos llorar, no sólo por el daño que causan, sino porque se han convertido en caricaturas del ministerio que un día juraron servir. Son pastores sin Biblia, predicadores sin cruz, Sus rebaños son numerosos, pero no santos; sus sermones son populares, pero no fieles.
Sin embargo, no todo es lamento. Bienaventurados los pastores que siguen abriendo la Biblia cuando muchos abren tendencias. Bienaventurados los que se atreven a decir “así dice el Señor” cuando el mundo grita “así siento yo”. Bienaventurados los que prefieren perder una multitud antes que traicionar una verdad. Estos hombres son los centinelas de la iglesia. Guardan la doctrina con celo, predican con convicción y enseñan con fundamento bíblico. No predican lo que agrada al oído, sino lo que sana al corazón. Su mensaje no siempre llena templos, pero cumple con el deber; predicar la Palabra. Quien ha sido llamado al ministerio sabe que no es dueño del rebaño, sino siervo del Pastor eterno. Su labor no consiste en producir resultados, sino en permanecer fiel. No predica para gustar al hombre, sino para agradar a Dios.
Dichosos los que entienden que el púlpito no es una pasarela, sino un altar donde Cristo debe ser honrado en cada predicación y la audiencia consolada, confrontada e instruida con la Palabra de Dios sin diluirla ni adulterarla.
Sí, hay lobos. Muchos. Pero también hay pastores fieles, pastores que aún aman a Cristo más que al aplauso, y que siguen alimentando al rebaño con la sana doctrina, sin importar el precio. Ellos son los bienaventurados del Reino: Los que no se venden al mejor postor,
los que no negocian la cruz, los que no cambian la verdad por popularidad. Dichosos los pastores que aún creen que la Palabra basta, que Cristo reina y que el Espíritu obra.
Dichosos los que resisten la tentación del espectáculo, y prefieren la aprobación del Redentor.
El dinero es un buen siervo pero un pésimo amo. Administrar el billete sin idolatrarlo requiere cultivar contentamiento, practicar previsión, ejercitar la caridad y vivir en consagración. Así, el cristiano usa los recursos sin que los recursos lo usen a él.
O, en palabras de Agustín: “Las cosas deben ser usadas, no amadas; solo Dios debe ser amado, y en Él todas las cosas usadas.”
Vivimos en un mundo que constantemente nos dice que somos pobres, que sólo una élite de privilegiados disfruta de riqueza mientras el resto sobrevive en miseria. Pero esa es una mentira peligrosa y paralizante. La riqueza no es un club exclusivo ni una categoría cerrada: la riqueza es relativa, y cada uno de nosotros es rico en la medida en que posee bienes, dones y oportunidades dadas por Dios.
Lo que tienes en tu mesa, tu techo, tu familia, tus recuerdos, tu salud, tu salario, tus talentos, tu fe: todo eso es tu haber. Es tu riqueza. Puede que no tengas un yate en Mónaco, pero tienes pan caliente en la mesa y un lugar donde recostar la cabeza. Eso, en la lógica del Reino, es riqueza. "El hombre fiel abundará en bendiciones" (Proverbios 28:20). La verdadera pobreza no es tener poco, sino ser ingrato y ciego ante lo que ya posees.
Desde esa perspectiva, consideremos algunos principios de mayordomía que nos enseñan a vivir como lo que somos: ricos en Cristo.
EL REINO DE CRISTO INCLUYE NUESTRA BILLETERA
Nuestras finanzas no son un asunto neutral: son un reflejo de nuestra devoción. Jesús lo declaró sin ambigüedades: "Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón" (Mateo 6:21). Si tus cuentas están desordenadas, es probable que tu alma también lo esté.
La mayordomía no se trata de cuánto tienes, sino de a quién reconoces como Dueño. Si tus bienes son una excusa para la idolatría, serás esclavo. Si tus bienes son herramientas para glorificar a Cristo, serás verdaderamente libre.
Nosotros, los ricos en Cristo, sabemos que nada nos pertenece en realidad: todo es de Él, todo proviene de Él, y todo vuelve a Él. Por eso, nuestra riqueza, grande o pequeña, se convierte en altar, en semilla, en testimonio.
El dinero habla. La pregunta es: ¿qué dice de ti y de tu Dios?
Nuestro Señor Jesucristo no se anduvo con rodeos cuando advirtió: “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mt. 7:15). Generalmente, cuando escuchamos esta advertencia pensamos en líderes carismáticos, predicadores engañosos, o movimientos sectarios que desde el púlpito esparcen veneno disfrazado de miel. Y no nos equivocamos: esa es, sin duda, una de las aplicaciones principales.
Pero Cristo no limitó la advertencia a los líderes. La prueba del fruto —“Por sus frutos los conoceréis” (Mt. 7:16)— no es solo un criterio para desenmascarar a un predicador mentiroso, sino también un espejo para evaluar si nuestra fe es genuina o un simple disfraz. El que dice seguir a Cristo y no produce frutos de obediencia, amor y santidad, no solo se engaña a sí mismo: se convierte en una especie de falso profeta ambulante. Su vida grita un mensaje: “Se puede seguir a Cristo sin renunciar al pecado”. Eso, hermano, es herejía práctica.
El cristiano de mentira se viste de oveja el domingo, canta los himnos con los labios, pero el lunes vuelve a ser lobo en sus negocios turbios, en sus conversaciones obscenas o en su trato áspero hacia los demás. Y al hacerlo, predica con sus hechos un evangelio falso, aunque nunca se suba a un púlpito. Su testimonio contradice a Cristo. Su incoherencia es un sermón en contra del Reino.
SE BUSCA COHERENCIA
Vivimos en un tiempo en que las palabras han perdido peso. Hoy cualquiera puede proclamarse “cristiano” con la boca, mientras su vida grita lo contrario con los hechos. Cristo, en el Sermón del Monte, desenmascara esa peligrosa incongruencia con una frase que corta como espada: “Por sus frutos los conoceréis” (Mat. 7:20).
El problema no es nuevo. Los fariseos del tiempo de Jesús eran expertos en hablar de santidad y en citar la Ley, pero sus vidas eran un teatro. Decían mucho y obedecían poco. Cristo mismo los denunció como sepulcros blanqueados: bellos por fuera, pero podridos por dentro. Y a nosotros, sus discípulos, nos recuerda que no basta con decirle: “Señor, Señor”, sino hacer su voluntad (Mat. 7:21). Es decir: no basta con el título de cristiano; necesitamos la sustancia del cristianismo: obediencia y fruto.
En otras palabras, el llamado es a la coherencia: que lo que confesamos con la boca se vea respaldado por lo que practicamos con las manos, los pies y el corazón.
GLORIOSO INTERCAMBIO.
El pecado, en su raíz, es un asunto de obras: pecamos en pensamiento, palabra, acción y omisión. Y el veredicto divino es claro: “los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios” (Gál. 5:21). No heredarán, no entrarán, no pasarán. Punto.
1. SÍ, SEREMOS JUZGADOS POR LAS OBRAS
El libro de Apocalipsis afirma con precisión quirúrgica: “y los muertos fueron juzgados por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras” (Ap. 20:12). Es decir: lo que hacemos importa, y mucho.
Vivimos en una época en que la religión sentimental ha reemplazado a la fe bíblica. Se repite como mantra barato: “Dios no mira las obras, sino el corazón”. El problema es que se olvida que el corazón, según Jeremías, es “engañoso más que todas las cosas, y perverso” (Jer. 17:9). Apelar al corazón humano como fuente de bondad es como confiar en un pozo contaminado para saciar la sed: no solo no quita la sed, sino que envenena.
El apóstol Pablo lo reconoció sin maquillajes: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Rom. 7:18). Y Cristo mismo dejó en claro que el problema del hombre no es solo interior, sino que se manifiesta en actos concretos: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre” (Mt. 7:21).
2. CRISTO INTERCAMBIÓ LUGAR CON NOSOTROS
Ahora bien, ¿podemos ser salvos por obras? Sí… pero no por las nuestras. Esa es la ironía y la sorpresa del evangelio. Si alguien quiere entrar en el cielo por obras, necesita un historial perfecto, intachable, puro. Y no basta con portarse bien a partir de hoy, porque el pasado ya clama justicia, y Dios no es un anciano distraído que hace la vista gorda: “de ningún modo tendrá por inocente al malvado” (Ex. 34:7).
La buena noticia es que Cristo vino no solo a morir, sino también a vivir en nuestro lugar. Su obra redentora es doble: primero, vivió una vida de perfecta obediencia a la ley de Dios, cumpliendo en cada detalle lo que nosotros nunca pudimos cumplir. Segundo, cargó sobre sí el castigo de nuestro pecado, bebiendo hasta la última gota la copa de la ira de Dios en la cruz.
Ese es el glorioso intercambio: él tomó nuestras ropas manchadas de pecado, y nos vistió con su manto blanco de justicia. Él recibió el castigo que merecíamos, y nosotros la recompensa que nunca podríamos alcanzar. Este es aquel glorioso intercambio, en el cual Cristo, el rico, toma sobre sí la miseria de la humanidad, y el hombre, el miserable, recibe la riqueza de Cristo.
3. LA GRACIA RESCATA Y SANTIFICA
Ahora bien, algunos ingenuos —o peor aún, malintencionados— podrían decir: “Entonces no importan las obras, ya que Cristo pagó todo”. ¡Cuidado! Esa conclusión es un insulto a la gracia. La misma gracia que nos salva, también nos transforma. El evangelio no es licencia para pecar, sino poder para obedecer.
Dios no solo nos rescata de la condena, sino que nos saca de la esclavitud del pecado. El Espíritu Santo trabaja en nosotros, moldeando nuestro carácter, corrigiendo nuestra conducta, y produciendo frutos visibles. Jesús lo dijo sin rodeos: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt. 7:16).
No somos salvos por las obras, pero somos salvos para las obras (Ef. 2:10). La fe verdadera siempre desemboca en una vida de obediencia. Un cristiano sin obras de santidad es como un árbol sin hojas: seco, inútil, muerto.
Los profetas de Dios nunca fueron artistas del aplauso ni bufones de la multitud. Eran trompetas del cielo, mensajeros celestiales con una sola tarea: hablar lo que Dios decía, aunque ello les costara la vida. Su oficio no era dar discursos motivacionales, sino arrancar la venda del pecado y señalar con dedo firme la necesidad de arrepentimiento. Eran voces que reprendían, confrontaban y corregían a un pueblo terco, a menudo más interesado en altares idólatras que en obedecer al Dios vivo. Por eso no fueron valorados ni celebrados, sino rechazados, despreciados, encarcelados y asesinados (cf. 2 Cr. 36:16; Mt. 23:37). Sin embargo, en sus labios ardía siempre la misma llama: el llamado inmutable de Dios a vivir en santidad y en sometimiento a su pacto.
En el cumplimiento de los tiempos se levantó Cristo, el Profeta por excelencia, en quien se sintetiza y supera toda voz anterior. Él no vino con palabras prestadas, sino como la Palabra encarnada (Jn. 1:14). Su mensaje, como el de los profetas, no fue cómodo ni suave. A los que aman las tinieblas les resultó intolerable: su luz desenmascaró su hipocresía, su autoridad quebró sus tradiciones humanas, su pureza escandalizó su corrupción. El resultado fue el mismo: lo rechazaron y lo crucificaron. Sin embargo, en esa aparente derrota brilló la victoria. A quienes creen, su voz es vida, su verdad es libertad y su luz es salvación eterna.
Por eso, no te hagas sordo. No tapes tus oídos con el ruido del mundo ni con las excusas del corazón. La voz de Cristo sigue sonando en la Escritura, cortante como espada, pero también tierna como bálsamo. A los rebeldes, es amenaza; a los arrepentidos, es consuelo. No hay neutralidad - O te rindes a Cristo o pereces en tu extravío.
Los profetas fueron la voz de Dios reprendiendo al pueblo por su hipocresía y llamándolos al arrepentimiento. Ellos denunciaron sacrificios sin corazón, culto sin obediencia, religiosidad sin frutos (Is. 1:11-17; Jer. 7:4-11; Am. 5:21-24).
El sermón del monte retumba con ese mismo eco profético: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre” (Mt. 7:21). Jesús, el Profeta por excelencia, no suaviza la exigencia: la gracia no anula la obediencia; la reprensión divina es medicina amarga pero necesaria.