Vivimos tiempos en los que muchas iglesias han perdido el sentido profundo del temor de Dios. No se trata de tenerle miedo, sino de honrar, respetar y obedecer con reverencia al Dios Santo. El temor de Dios es el fundamento de una vida cristiana sana y una iglesia firme.
Pero… ¿es la iglesia actual realmente temerosa de Dios? ¿Cómo se ve una iglesia que teme al Señor? ¿Y qué sucede cuando ese temor se pierde?
En un mundo lleno de creencias, religiones y filosofías, es importante entender qué realmente define la fe del creyente según la Biblia. La fe no es un simple pensamiento positivo ni una emoción pasajera, sino un firme fundamento que transforma la vida del cristiano. En este tema descubriremos qué define nuestra fe según la Palabra de Dios.
Con el paso del tiempo, las rutinas espirituales pueden volverse mecánicas. Oramos, leemos, asistimos a la iglesia… pero nuestro corazón ya no late con la misma pasión por Dios como al principio. Esta fue la advertencia que Jesús dio a la iglesia de Éfeso: tenían obras, paciencia, y doctrina… pero habían dejado su primer amor.
Hoy Dios nos llama a renovar esa relación íntima y fervorosa, a volver al fuego del comienzo.
En un mundo donde los valores están divididos entre lo espiritual y lo material, entre lo eterno y lo temporal, Jesús nos confronta con una verdad ineludible: no podemos tener dos lealtades absolutas. Su declaración no es una sugerencia, es una afirmación directa y absoluta. Cada creyente debe tomar una decisión sobre a quién servirá. No se trata de compatibilizar intereses, sino de definir el señorío de nuestras vidas.
Vivimos rodeados de promesas humanas que fallan; por eso la palabra esperanza suele sonar frágil. En la Palabra de Dios, sin embargo, la esperanza no es un deseo incierto, sino la confianza absoluta en que Dios cumplirá todo lo que ha dicho. Él es el “Dios de esperanza” que “no miente” (Tit 1:2) y cuyo carácter asegura el cumplimiento de cada promesa (Nm 23:19).
Vivimos en un mundo donde las personas buscan identidad, pertenencia y propósito. Sin embargo, la Palabra de Dios nos revela una verdad transformadora: los que creen en Jesucristo son hechos hijos de Dios. Esta no es solo una metáfora, sino una realidad espiritual con profundas implicaciones para nuestra vida presente y futura.
Vivimos en tiempos en los que la fe está siendo constantemente desafiada. La vida cristiana no es una autopista sin obstáculos; es un camino de perseverancia y fidelidad, especialmente en los días finales. Jesús no prometió una vida libre de pruebas, pero sí prometió estar con nosotros en medio de ellas.
Juan 16:33
"En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo."
Las pruebas que enfrentamos hoy son solo una antesala de una prueba mayor que vendrá sobre toda la tierra. Esta prueba será decisiva para muchos: afirmará a unos, y derrumbará a otros.
En medio del ruido del mundo moderno, la rutina diaria y las múltiples distracciones, muchos creyentes pierden de vista lo más esencial: buscar la presencia de Dios. La Escritura nos enseña que no hay mayor necesidad para el ser humano que vivir en comunión con su Creador. Pero esta búsqueda no es accidental, es intencional, constante y profundamente transformadora.
En un mundo que nos invita constantemente a servir nuestros propios intereses, placeres y ambiciones, Dios nos llama a algo más elevado: a vivir para Él y a servirle con todo nuestro ser. Servir a Dios no es una opción secundaria en la vida del creyente, sino una parte esencial de nuestra identidad como hijos suyos. Pero, ¿Qué significa realmente servir a Dios? ¿Cómo lo hacemos? ¿Y por qué es tan importante?
Vivimos tiempos inciertos: enfermedades, crisis económicas, problemas familiares, soledad, presión social, y un mundo cada vez más alejado de Dios. Todo esto puede provocar desaliento, una sensación de cansancio interior, desesperanza y debilidad espiritual.
Pero Dios, a través de Su Palabra, nos dice: “No vivas desalentado”. El desaliento no debe gobernar nuestra vida, porque no estamos solos. ¡Tenemos al Dios Todopoderoso de nuestro lado!
Dios nos envió a la tierra para aprender y crecer por medio de experiencias agradables y también dolorosas. Él nos permite elegir entre el bien y el mal y nos deja decidir si serviremos a otros o si nos enfocaremos en nosotros mismos. El desafío es tener fe en su plan aun cuando no tengamos todas las respuestas.